domingo, 19 de julio de 2015

¡AYYY! ¡QUÉ POQUITO NOS QUEREMOS!


Venga, va, cierto. Me merezco una colleja. Desde mayo que prometí volver, me he pasado mis compromisos un poco por lo alto del arco del triunfo. 
Que no he escrito una mísera letra pal blog, vaya.
Pero tengo excusa, de verdad. Absolutamente todos los ratos disponibles que he tenido, que no han sido muchos, los hemos pasado, mi culo y yo, pegados a este teclado, puliendo novelas para presentar a concurso ("La cripta del ángel" que me ha dado la increíble satisfacción de quedar entre las 5 finalistas del I Premio de Literatura Editorial Vanir, tiene la friolera de 465 páginas y me dio por cambiarle la estructura ¡completa! a última hora. Creí que perdía la chota), puliendo estructuras de trabajos previos, trabajando próximas publicaciones… En fin, una barbaridad de curro. No os puedo dar muchos detalles por ahora, pero irán saliendo (Dios quiera) y lo iréis viendo. Diréis: "Umm, pues va a ser que no era una disipada vaga redomada como pensábamos. Tenía trabajo pendiente".


Por cierto… Cómo me pone este hombre…

Iré al grano. Hoy por fin he cogido por los cuernos mi toro particular y aquí me hallo, de modo que trataré de no irme por los cerros de Úbeda, o esta entrada no llegará a nacer.

El tema es: qué poquito nos queremos. Y no me refiero a ese querernos prepotente y engreído que nos lleva a mirar al resto de la humanidad por encima del hombro, sintiéndonos supergente, mientras que ellos, pobre mortales, son simple basurilla (que esos que "se aman por encima de todas las cosas vivas", abundan, no lo dudéis). No. Porque aunque la línea que separa una autoestima alta y en plena salud de un ego descomunal y asqueroso es fina y sutil, EXISTE. Y no es lo mismo, ni comparable. Prometo dedicar un post a esa importantísima diferencia que puede llevarnos de la felicidad vital más absoluta, a ser el tipo/a más odiado/a y al que todos desearían pillar a solas para cortarlo en juliana.


El bosque, como la sociedad, se compone de muchos árboles miembro. Lo que no quita que cada cual conserve su individualidad y su especial e irrepetible forma de ser. Porque sí, somos IRREPETIBLES.


El quid de la cuestión es que la autoestima, también llamada amor propio, no se basa en la relación con los demás sino con nosotras mismas (de ahí lo de "auto"o "propio"), radica en el modo en que nos vemos, nos comparamos con el resto, y nos juzgamos.
Sobre todo eso. ¡Cómo nos juzgamos!
Somos duras con nuestras críticas, exigentes hasta desfallecer, siempre consideramos que hemos hecho mal las cosas (menos los egocéntricos superdotados, esos, en su opinión, jamás de los jamases se equivocan), que nos equivocamos más de lo conveniente y sobre todo… que llevamos fatal el pelo y nuestras cartucheras son las más frondosas. Circunstancias y fallos que perdonamos a los demás sin vacilar, son inadmisibles en nuestra propia realidad y los usamos para arrearnos sin descanso con el latiguito castigador.

A ver, quitando algún que otro ángel de Victoria´s Secrets (por cierto, menudas bragas) ¿quién demonios nació perfecto? De acuerdo, a David Gandy también lo sacamos de la reflexión, aunque igual es tonto de remate o le huelen los pies, yo qué sé, también lo admiro por encima de la demencia pero nunca me he ido a vivir con él (jajajajaja risa irónica donde las haya), igual me decepciono… Vaale, a lo que íbamos. La gran, gran mayoría de nosotras/os, nacemos con un pack que podría colocarse en una balanza: cosas chachis, cosas no tan chachis, cosas que nos ponen la carne de gallina. Pueden ser interiores o exteriores. Un exterior de revista puede esconder un miedo atroz a vivir o a amar (¿Imagináis qué desperdicio?). Una melena espesa y brillante que se convierte en la envidia de todo el que la ve, puede embozar una incapacidad absoluta para resolver los problemas más básicos del día a día.
Y es que solemos juzgar en exceso por lo que vemos, olvidando que eso es solo el 30% del ser humano, que hay mucho más, invisible, sí, pero sustancial, determinante de ser criaturas más o menos felices, satisfechas con nuestra vida y que aunque sea un tópico (no por ello menos cierto) ni el dinero ni la cegadora belleza, garantizan la felicidad. Puede que ayuden, sí, pero no siempre ni del todo. Es mucho más feliz un pobre feo hasta decir basta, con su cabeza bien amueblada y su orden de prioridades claro. 
Demostrado por esa madre de la ciencia que es la experiencia. 


Alexa Chung, mi Marina Valdemorillos particular, con una pinta de pava supina de la que muchas renegarían, ha sabido hacer de sus looks rarunos y ñoños, su mejor baza profesional

El caso es que algunos de estos humanos normales, recordad, con sus cosas buenas y sus cosas malas, alejados de la rabiosa e inexistente perfección, han elegido profesiones que los colocan en la picota. En el candelero. A vista de todos. Objeto de las críticas más feroces, las de los envidiosos. Y ahí es cuando vemos quién es realmente inteligente. La prueba de fuego.

Los majaretas se lanzan al quirófano, a las primeras de cambio, a que les corten filetes en longitudinal, para reducir contornos. Reniegan de su propia apariencia, se operan hasta el cielo de la boca y a veces, ni su propia madre los reconoce. Y por más veces que los tumben en la camilla, siguen descontentos. Parecen haber enloquecido y su absurda carrera por la pluscuamperfección, no solo no tiene fin, sino que los hace altamente infelices.
Los sabios con la autoestima bien sana, hacen de su defecto la mejor virtud.
Quereis ejemplos concretos? Los muslos.



Paso de medirme las piernacas. ¿Oís? He dicho que ¡paso!

Sí, ¿qué pasa cuando tienes unos muslos generosos capaces de alimentar a todo un colegio? ¿Qué ocurre cuando dichas partes de nuestro yo no pueden, bajo ningún concepto cambiarse? Puedes amargarte la vida o fijarte en Rihanna y sus anchas rodillas. O en JLo y sus cadera-muslazos de impresión. Puedes decidir lucirlos con orgullo, sustituyendo palabras denigrantes como "gorda" "fofafoca" o "vacaburra" (que reconozcámoslo, muy a menudo nos regalamos), por otras estimulantes como "pibón en superlativo", "curvas peligrosas", "abundancia de hermosura" o "jamón, jamón". De insultarnos a querernos, de odiarnos a reírnos de nuestros puntos flacos, solo va un paso. Pero es un paso tan decisivo en nuestra búsqueda de la felicidad, como sencillo.

No lo conseguiremos de la noche a la mañana, es un ejercicio lento y constante. Pero funciona. Y tampoco implica abandonarse, tirarse al barro y atiborrarse de guarrerías sin mover un meñique. Hacer algo de ejercicio ligero (sin convertirnos en vigoréxicas) y comer sano (por aquello de no intoxicar nuestros maravillosos cuerpitos con químicos y plásticos), hará que nos sintamos mejor. Pero sin obsesionarnos, sin sufrir y sobre todo, sin sentirnos miserables. 

Os dejo, hora de mirarme al espejo y decirme: "te quedan los pantalones cortos igualito que a JLo. ¡Bombón!"

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