lunes, 6 de agosto de 2012

EL OGRO QUE LLEVAMOS DENTRO...

Curioso cuanto menos. En solo una semana se han apretujado en mi haber vital hasta tres “sustos” dignos de mención, que evidencian la mala leche congénita de algunos. O el resentimiento acumulado. O que están con la regla. O váyase usted a saber qué chirimbainas pero me he topado con ¿seres humanos? que llevaban un ogro dentro. Escondido, loco por salir.

Susto uno: Voy a una mercería a comprar unos ovillos. Sí, yo compro esas cosas. Calle estrecha, aparcamientos copados, acera inservible. Frente a la tienda, un pequeño descampado con su aparcacoches y todo, con un bloquecito de pisos. Aparco frente a un garaje (con su vado, no lo voy a negar) y pienso: si llega alguien pitará y yo que estoy a menos de treinta metros lo escucharé y saldré al segundo. No hay de qué preocuparse. Dejo los cuatro intermitentes puestos y entro en la mercería. Cuando salgo, han atravesado un coche tras el mío impidiéndome salir. Ahora soy yo la que debo tocar el claxon y al cabo de un rato aparece el dueño del vehículo, charlando calmoso por teléfono y lanzándome miradas de pirata. Cuando le da la gana cuelga y me mira con desdén. Me recrimina mi pésimo aparcamiento y le digo que esperaba que pitasen para avisar si estorbaba. Por poco me come. Me grita que ha pitado, tres veces, ni más ni menos, y que ese es su garaje y no tengo derecho a entorpecer. Está claro que somos dos sordos en la familia (mi chico y una servidora) más la dependienta que nos atendía con los ovillos, porque nadie, repito, absolutamente nadie, ha oído el menor pitido. Lo mejor de la tarde sucede cuando una señora a quien desconozco y sin vela en el entierro, saca medio cuerpo tras su persiana, desde la ventana del tercer piso del bloque y me dice de todo menos bonita. Me deja de piedra. La venerable anciana a quien imagino con sus pantuflas de cuadritos haciendo croché al amparo de la estufa, parece el dragón de Elliot , escupiendo improperios e insultos para parar siete trenes. Va a darle un síncope por culpa del berrinche y encima me sentiré culpable. Me muerdo la lengua, me disculpo ante el “señor” propietario y me marcho de allí anotando en mi agenda mental, jamás regresar.




Susto dos: Aparcamiento de esos con barrera. Laaaarga cola de usuarios aflojando billetera y una estupenda señora que coloca su todoterreno frente a la barrera de salida, impidiendo que nadie más pueda huir hasta que ella pague y regrese a su volante. Nosotros, observando cómo corren los minutos y la validez del ticket merma. Cuando regresa a su coche (sin prisas, sin rubor y sin importarle un pijo la caravana que se ha formado por su causa), mi chico la recrimina. Que el coche no se puede dejar ahí en medio bloqueando, que así no se hacen las cosas, que blablablá. La buena mujer en lugar de disculparse, lo manda a la mierda sin muchos reparos y con menos vergüenza que nacionalidad española. Me cargo de paciencia. Bajo el cristal de la ventanilla y con mi mejor tono (contenido, muuuuuy contenido), le ruego que salga de una vez, que los diez minutos de los que disponemos una vez abonado el parking van a fundirse y nos quedaremos todos dentro, gracias a una discusión que no nos llevará a ninguna parte. La respuesta es “ponle un bozal a tu marido, guapa”. Siento que la hoguera de la ira crepita a nivel de mi esternón. Tengo unas irreprimibles ganas de tirarme encima y arrancarle los pelos uno a uno, con ensañamiento y alevosía. De regalarle todo un rosario de puntapiés y rajarle luego las cuatro ruedas del coche. Me sosiego pensando en que si hay que llamar a la grúa, a la ambulancia y acude la policía, el ticket se caducará sin remedio y nos obligarán a pagar veinticuatro horas que no hemos consumido. Mejor me callo. A este paso me saldrá una úlcera.

Susto tres: parking del supermercado. Ocupo una plaza justo al acabar la rampa de entrada, un poco dificililla a la hora de salir. La cosa se complica cuando una usuaria despistada elige la plaza contigua para aparcar y adosa (literalmente) su coche al mío, dejando tan solo unos ocho centímetros entre puerta y puerta, cuando sé que ya me ha visto en mitad de las maniobras: luces encendidas, marcha atrás, motor rugiente, etc. Le digo por señas que se ha pegado demasiado. ¡Dios! ¿Por qué me atrevería a hablar? No oigo los escarnios que me dedica porque me niego a bajar los cristales de la ventanilla pero su rostro enrojecido escupiendo saliva y sus globos oculares sobresaliendo inyectados en sangre, me ofrecen una idea aproximada de lo mucho que me adora. Salgo de allí cagando leches.


Conclusión: De todos es sabido que ponerse a los mandos de un coche saca al segundo el ogro que llevamos dentro, mas últimamente, digamos que noto al ciudadano de a pie más crispado. Violento. Hostil. Desgarrado en su odio hacia el prójimo. Criticón. Destructivo. Retorcido, torticero. ¿Qué por qué? ¿Te parece poco la que está cayendo? Que nos tienen muy “quemaos”, que la frustración, la decepción, la escasez y las carencias tienen que sacar la patita por alguna parte. Pero lo que no debemos es lanzar la granada de la desesperación contra la cabeza del vecino que está tanto o más jodido que tú. Andamos todos en el mismo barco (quizá algunos sean demasiado “ombligueros” como para detectarlo, pensando que los únicos que lo pasan mal son ellos), y el enemigo es otro. Que habrá que unirse, alzar las voces y protestar. Sacar de sus sillones a los gordos adinerados que nos gobiernan y nos timan. Tomar las riendas. Pero matarnos unos a otros, no. No, eso nunca. Por ahí comienzan los errores que acaban en batalla. Estamos a tiempo de reflexionar.

No más ogros porque sí.


 
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