martes, 25 de septiembre de 2012

PARÍS... ETIQUETADO.




París divino Tesoro…

Ya sé que el dicho no es así pero para algo somos escritores, innovemos, regalemosle un giro de tuerca al refranero popular. Imbuida vengo, de dicha, orgullo y satisfacción, tras conocer París. Es un crimen no visitarla al menos una vez en tu vida, es de esas experiencias que se quedan grabadas por hermosas y especiales. Lo curioso, la de tópicos que me he cargado en solo cinco días y la magnífica impresión que de ello extraigo.  A saber:

París no es caro o al menos, el coste de los servicios en el circuito de establecimientos categoría turista en el que yo me he movido, acostumbrada a la costa del sol y sus precios, no me ha resultado desproporcionado. Vaya, en ocasiones, hasta baratos.

Los parisinos no son siesos; he conocido mucha gente amable, van sonriendo por la calle, departiendo amigables en los cafés, desviviéndose por explicarnos una dirección... (ya ves, a mí, que me pierdo en una rotonda y debo preguntar cincuenta mil veces). Cuando les preguntábamos, respondían con educación y simpatía y eso que yo iba acobardada y predispuesta al bofetón sin mano. Pues no, una muesca menos en el cabecero.

No son nada cotillas, cada uno va a lo suyo sin entrometerse en la vida de los demás, lo que dicho sea de paso, resulta la mar de sencillo cuando las mesas de los cafetines se apretujan una contra otra a menos de diez centímetros de distancia y si quisieras, te pondrías al tanto de lo que habla el vecino sin ningún esfuerzo. Quien no tiene compañía, lleva consigo un libro. Y ello me lleva a enlazar con…

Los parisinos leen; bueno, eso ya me constaba pero como suele pasar, gusta más verlo en vivo y en directo, que casi cada viandante sostuviera una novela entre los brazos, que casi cada alma que degustaba el café en solitario se entregase a los placeres de la lectura, que cada bolso semiabierto dejase a la vista las cubiertas coloreadas de una ROMAN, como ellos las llaman. Una novela. Qué curioso que coincidan  mi pasión y mi apellido…

Los atardeceres en cualquiera de los muchos puentes que cruzan el Sena, sosiegan y traen recuerdos de tiempos siempre mejores. Hay paz, luz, aromas y por todas partes, la grandeza de las construcciones confirma que cuando el hombre crea entregando el alma, el resultado roza el cielo con las cúpulas. Las historias desgranadas por los campechanos guías venidos de las américas, aúnan misterio, intrigas palaciegas, batallas y grandes hombres escondidos tras reyezuelos endebles. La estatua de Juana de Arco, la injustamente tratada, brilla bañada en oro y enarbola la bandera de la libertad que con su vida defendió, la incommensurable riqueza de sus edificios...
En fin, no quiero ponerme poética que me salgo de mi natural urbano y lo que quiero transmitiros es que he disfrutado en París. Que lo he visitado en septiembre y que por tanto, no hace falta esperar a que explote la primavera.





Pero además del momento “exaltación de la admiración”, lo que me llevó a esta entrada en el blog fue la facilidad con la que etiquetamos cosas. Y lo peor, la rapidez con la que detrás de las “cosas” vienen las “personas”. Llegué a París con  un montón de ideas prefabricadas en la cabeza y ninguna buena: que si era caro, carísimo de la muerte, que si eran antipáticos, que si pitos, que si flautas… Y cuál no ha sido mi sorpresa (y mi cura de humildad) al descubrir que nada de eso era cierto.

Para prejuzgar, hacerlo bien y acertar, hace falta ser muy intuitivo; y sensible; y observador; y si me apuras, inteligente. Cosas, todas juntas, que a la mayoría, seamos sinceros, no nos adornan. Y aun así, sería injusto para ese ser humano que apenas conocemos o hemos visualizado más allá de unas fotos en internet. La que es rubia es medio boba, la que es morena y pinta de seria tiene un humor de perros, el informático es un “friki dejado”, las profesoras son unas histéricas, los culturistas carecen de cerebro y así un largo rosario de etcéteras que damos por veraces cuando poco o nada tienen que ver con la realidad. Cada persona es única e inimitable, con una onda expansiva de energía corporal que dice mucho en su presencia si somos capaces de percibirla y que deberíamos conocer a fondo antes de ”etiquetar”. Solo prejuzgan los arrogantes, los prepotentes, los que se piensan por encima del bien y del mal… Y qué a gustito se sienten encasillando a los demás en estrechos cajetines, generalmente negativos, que los dejan a ellos… ligeramente por encima.

Cuantas veces cometemos injusticias con una persona dándole de lado o negándole nuestra amistad, simplemente, porque en el colmo de la petulancia, nos hemos hecho una idea equivocada sobre él/ella, que no queremos cambiar. ¿Será porque no nos interesa? ¿Preferimos, de algún modo, vivir con la ilusión de que no hay gente bondadosa, guapa, inteligente, generosa…? ¿Tienen las etiquetas algo que ver con la envidia?

Porque si no lo tienen… ¿De dónde sale que casi siempre sean criticonas y destructivas?

Volviendo a París. Lo peor de la experiencia, un par de taxistas ladrones de guante gris que ni siquiera eran del país, de modo que no puedo culpar a la city.

A lo que nunca me acostumbraré, al tamaño minúsculo de las mesas de los bistrós y de las tazas de café. Saben a poco…




Y vosotr@s, ¿cuál ha sido vuestro ultimo viaje? ¿Qué tal esos recuerdos? ¿Y esas etiquetas?

 
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