París divino Tesoro…
Ya sé que el dicho no es así pero para algo somos escritores,
innovemos, regalemosle un giro de tuerca al refranero popular. Imbuida vengo,
de dicha, orgullo y satisfacción, tras conocer París. Es un crimen no visitarla
al menos una vez en tu vida, es de esas experiencias que se quedan grabadas por
hermosas y especiales. Lo curioso, la de tópicos que me he cargado en solo
cinco días y la magnífica impresión que de ello extraigo. A saber:
París no es caro o al menos, el coste de los servicios
en el circuito de establecimientos categoría turista en el que yo me he movido,
acostumbrada a la costa del sol y sus precios, no me ha resultado desproporcionado.
Vaya, en ocasiones, hasta baratos.
Los parisinos no son siesos; he conocido mucha gente
amable, van sonriendo por la calle, departiendo amigables en los cafés,
desviviéndose por explicarnos una dirección... (ya ves, a mí, que me pierdo en
una rotonda y debo preguntar cincuenta mil veces). Cuando les preguntábamos, respondían
con educación y simpatía y eso que yo iba acobardada y predispuesta al bofetón
sin mano. Pues no, una muesca menos en el cabecero.
No son nada cotillas, cada uno va a lo suyo sin
entrometerse en la vida de los demás, lo que dicho sea de paso, resulta la mar
de sencillo cuando las mesas de los cafetines se apretujan una contra otra a
menos de diez centímetros de distancia y si quisieras, te pondrías al tanto de
lo que habla el vecino sin ningún esfuerzo. Quien no tiene compañía, lleva
consigo un libro. Y ello me lleva a enlazar con…
Los parisinos leen; bueno, eso ya me constaba pero como
suele pasar, gusta más verlo en vivo y en directo, que casi cada viandante
sostuviera una novela entre los brazos, que casi cada alma que degustaba el
café en solitario se entregase a los placeres de la lectura, que cada bolso
semiabierto dejase a la vista las cubiertas coloreadas de una ROMAN, como ellos
las llaman. Una novela. Qué curioso que coincidan mi pasión y mi apellido…
Los atardeceres en cualquiera de los muchos puentes
que cruzan el Sena, sosiegan y traen recuerdos de tiempos siempre mejores. Hay
paz, luz, aromas y por todas partes, la grandeza de las construcciones confirma
que cuando el hombre crea entregando el alma, el resultado roza el cielo con
las cúpulas. Las
historias desgranadas por los campechanos guías venidos de las américas, aúnan
misterio, intrigas palaciegas, batallas y grandes hombres escondidos tras
reyezuelos endebles. La estatua de Juana de Arco, la injustamente tratada,
brilla bañada en oro y enarbola la bandera de la libertad que con su vida
defendió, la incommensurable riqueza de sus edificios...
En fin, no quiero
ponerme poética que me salgo de mi natural urbano y lo que quiero transmitiros
es que he disfrutado en París. Que lo he visitado en septiembre y que por
tanto, no hace falta esperar a que explote la primavera.
Pero además del momento
“exaltación de la admiración”, lo que me llevó a esta entrada en el blog fue la
facilidad con la que etiquetamos cosas. Y lo peor, la rapidez con la que detrás
de las “cosas” vienen las “personas”. Llegué a París con un montón de ideas prefabricadas en la cabeza
y ninguna buena: que si era caro, carísimo de la muerte, que si eran
antipáticos, que si pitos, que si flautas… Y cuál no ha sido mi sorpresa (y mi
cura de humildad) al descubrir que nada de eso era cierto.
Para prejuzgar, hacerlo
bien y acertar, hace falta ser muy intuitivo; y sensible; y observador; y si me
apuras, inteligente. Cosas, todas juntas, que a la mayoría, seamos sinceros, no
nos adornan. Y aun así, sería injusto para ese ser humano que apenas conocemos
o hemos visualizado más allá de unas fotos en internet. La que es rubia es
medio boba, la que es morena y pinta de seria tiene un humor de perros, el
informático es un “friki dejado”, las profesoras son unas histéricas, los
culturistas carecen de cerebro y así un largo rosario de etcéteras que damos
por veraces cuando poco o nada tienen que ver con la realidad. Cada persona es
única e inimitable, con una onda expansiva de energía corporal que dice mucho
en su presencia si somos capaces de percibirla y que deberíamos conocer a fondo
antes de ”etiquetar”. Solo prejuzgan los arrogantes, los prepotentes, los que
se piensan por encima del bien y del mal… Y qué a gustito se sienten encasillando
a los demás en estrechos cajetines, generalmente negativos, que los dejan a
ellos… ligeramente por encima.
Cuantas veces cometemos
injusticias con una persona dándole de lado o negándole nuestra amistad,
simplemente, porque en el colmo de la petulancia, nos hemos hecho una idea
equivocada sobre él/ella, que no queremos cambiar. ¿Será porque no nos
interesa? ¿Preferimos, de algún modo, vivir con la ilusión de que no hay gente bondadosa,
guapa, inteligente, generosa…? ¿Tienen las etiquetas algo que ver con la
envidia?
Porque si no lo tienen…
¿De dónde sale que casi siempre sean criticonas y destructivas?
Volviendo a París. Lo
peor de la experiencia, un par de taxistas ladrones de guante gris que ni
siquiera eran del país, de modo que no puedo culpar a la city.
A lo que nunca me
acostumbraré, al tamaño minúsculo de las mesas de los bistrós y de las tazas de
café. Saben a poco…
Y vosotr@s, ¿cuál ha sido vuestro ultimo viaje? ¿Qué tal esos recuerdos? ¿Y esas etiquetas?